Nunca me fue fácil empezar un texto. En general, tengo una
idea vaga en la cabeza sobre la idea que quiero dejar plasmada, una o dos
frases que irían en una parte en particular de esa narración y todo el resto,
se escapa. O bien porque es un tema complejo, o bien porque se me ocurre cuando
me estoy por quedar dormida y al día siguiente ya no recuerdo ninguna de mis
ideas, o bien porque me distraigo, más a propósito que otra cosa. Pero a veces
es ineludible dedicarle un rato a lo que te ronda por la mente. A veces tiene
demasiado peso.
Hace un rato decidí dejar para mañana lo que me queda de
Nada se opone a la noche. Leí tres cuartas partes del libro en una tarde y
ameritaba darle un descanso. El libro me lo regaló A. para navidad, con el fin
de culminar el 2012 de una manera acorde a todo lo que fueron esos doce meses. Un
horror, básicamente.
No me decidí a empezarlo hasta ahora, por un lado porque
conocía la temática, por otro porque estaba preparando finales y, además,
porque mi idea era tener material de lectura durante las vacaciones. Los tiempos
se adelantaron y acá estoy, en el medio de la historia familiar de Delphine De
Vigan.
No sé si A. tuvo noción de lo que estaba poniendo en mis
manos con ese regalo. Mi familia tiene ciertos recovecos, ciertas anécdotas. No
recuerdo exactamente cuáles fueron confiadas a quienes de mi entorno, ni en qué
tono fueron transmitidas. Hemos aprendido, con los años, a minimizar ciertos hechos
y a desestimar ciertas actitudes, hemos aprendido a usar la ironía como un
atenuante de las circunstancias y finalmente, cuando ya no hay filtro posible,
hemos negado rotundamente, dejado de decir, de ver y comentar. Lo que no se
nombra no existe.
En todas las familias donde hay un loco o una loca, hay
patrones que se repiten al infinito. Son maneras de sobrevivir al horror
diario, a la memoria, a los genes, al miedo. Esta tarde, leyendo Nada se opone
a la noche, he llorado un mínimo de tres veces. Es algo parecido a lo que me
pasó cuando F., una chica a la que no veía hace años, rastreó mi teléfono para
pedirme el contacto del psiquiatra de mi hermana. Después su mamá llamó a casa
y habló con la mía. Quería contarle de la hermana de F. Pero le daban vergüenza
las actitudes, las acciones de su hija. Mi madre terminaba diciéndole: cuando
C. estuvo mal, hacía esto y aquello otro, entonces la mamá de F le decía: sí,
eso, exactamente eso. Más tarde mi mamá me contó de la charla. Los cuadros eran
tan parecidos, hasta en detalles mínimos, que me morí de miedo retrospectivo. Me
encerré en mi cuarto a llorar durante horas por todo lo que habíamos sufrido,
por todos los recuerdos que mi cerebro se había ocupado de atenuar durante los
últimos años, y por todo lo que le faltaba sufrir a la familia de F.
Todas las familias tienen problemas. Pero algunos problemas
son más grandes que otros, toman dimensiones espectacularmente horribles. Es cierto,
mi familia no es como la de esa chica que iba a otro curso en mi colegio cuyo
hermano había matado a los padres y después se había suicidado (o al revés, ya
no me acuerdo), pero la historia no deja de ser sórdida en muchos aspectos y
cosas que ya tenemos naturalizadas hacen que la gente nos mire con muchísima
pena, señal de que no son cosas tan comunes ni tan inocuas como tratamos de
sentirlas.
Cuando leo Nada se opone a la noche, más que la historia en
sí, más que los acontecimientos terribles, me aterran las similitudes. Cuando
Delphine dice “mi madre”, yo leo “mi hermana”. Cuando cuenta los derroteros por
instituciones médicas varias, yo recuerdo nuestro propio peregrinaje desesperado,
viendo como mi hermana se derrumbaba cada día, cómo sus actitudes violentas nos
resultaban cada vez más difíciles de controlar, comprender, frenar. Encuentro eco
en los altibajos emocionales, los días de esperanza en que las cosas marchaban
más o menos bien y la nueva crisis haciendo que todo volara por los aires otra
vez y otra y otra más. Mi hermana fue
originalmente diagnosticada como bipolar, como Lucile. Luego el diagnóstico
cambió: Trastorno de la Personalidad Límite. Border Line.
Es cierto que la madre de Delphine vivió en una época donde
se sabía menos que ahora sobre qué hacer y cómo tratar este tipo de cuadros. Mi
hermana tuvo más suerte: si bien hubo varios años de idas y vueltas,
diagnósticos erróneos, y peligros múltiples, finalmente encontramos un
psiquiatra que logró sacarla adelante. Además, Lucile tenía ya dos hijas al
momento de la primer crisis. Mi hermana tenía poco más de 15 años, vivía con
nosotros.
Sin embargo, en el caso de ellas, toda la familia estuvo
involucrada en el asunto. En nuestro caso, nos encerramos mucho. Mi padre no
ayudó en nada, de hecho cada vez que aparecía en escena empeoraba las cosas. Y mi
mamá no quería preocupar a mis abuelos o a mis tíos. Mi abuela, de hecho, no
cree en psicólogos o psiquiatras, con lo cual las actitudes de mi hermana le
parecían de una rebeldía completamente innecesaria. Es cierto que no contaba
con información completa, nunca se enteró de los peores episodios ni supo lo mal
que la pasamos en esa época.
Lo que finalmente sucedió fue que mi mamá se hizo cargo sola
de todo el asunto. Pagó tratamientos particulares carísimos sin ayuda de nadie,
fue a buscar a mi hermana a villas y plazas innumerables madrugadas. Mi hermana
llegó a pegarle un par de veces. Pero mi mamá tenía que trabajar y yo, en mi
rol de hermana mayor, tenía que estar atenta. Cuando tenés que sacarle tijeras
y trinchetas de la mano a tu hermana que se está cortando los brazos, nada
vuelve a ser como antes, por muy trillada que parezca la frase.
La enfermedad de mi hermana fue compleja. Es compleja, en realidad.
La crisis se desató cuando yo terminaba el CBC, aunque las cosas venían
enturbiándose desde mucho antes. Escribir sobre eso es, también, enfrentarse a
la culpa. SI hubiéramos actuado antes, SI le hubiéramos prestado atención a
estos signos, SI no hubiéramos tolerado la violencia de mi padre tanto tiempo.
¿Cuánto pesa, en estos cuadros la carga genética? ¿Cuánto pesa el entorno, las
experiencias de vida? ¿Cómo hubiera sido la vida de mi hermana si mi padre
hubiese sido un buen padre?
Las personalidades como la de mi hermana o como la de la
madre de Delphine absorben toda la energía de una familia. La fuerza centrífuga
de sus altos y sus bajos, de sus actitudes, expulsan con fuerza cualquier tipo
de amistad o de relación cercana. Sienten culpa por lo que hacen, pero no
pueden evitarlo. A la vez, saben que el estatus de “enfermo” confiere cierta
inmunidad. Pero esto es también parte de la enfermedad en sí. Mantener las
dosis justas de enojo, lástima, paciencia… es realmente complicado. En cierto
momento, nuestras vidas giraban en torno de mi hermana. Primero, era mi
hermana, después, los componentes de nuestras vidas. Eran anexos, actividades
secundarias. Todo lo que hacíamos, lo hacíamos pensando en su enfermedad.
Elegir determinado horario en la facultad para que ella no se quedara sola,
esconder todos los elementos cortantes, remedios, vaciar botiquines, ir al baño
con la cartera a cuestas, cerrar con llave placares y puertas de los cuartos.
Pequeñas cosas que sumadas implican cambiar casi toda la vida cotidiana. Tener
que cerrar tu cuarto con llave no es justo. No es justo que sea necesario
hacerlo, da bronca, da vergüenza, genera impotencia y malestar. Pero peor es
cuando descubrís que te faltan 500 pesos, o ropa, o libros, o Cds. Hay que
acostumbrarse, aprender a tener cierto tipo de humor y cierto tipo de
desdoblamiento.
Mi hermana se cortó los brazos, la cara, se arrancó el pelo,
se tomó varias cajas de medicamentos y hubo que hacerle un lavaje gástrico,
tuvo dos abortos, durmió en plazas con lúmpenes de todo tipo, se drogó, robó,
se fue de mi casa una semana porque le pareció que tenía que ir caminando a Mar
del Plata. De ese incidente no se volvió a hablar en mi casa, pero todos
tuvimos que ir a declarar a la comisaría, mi pareja de ese momento me acompañó
y también mi mejor amiga. Estaban también mi madre y mi tío (mi mamá tuvo que
romper ese pacto de silencio familiar porque la situación era demasiado grave),
estaba también mi padre con quien yo hacía ya varios años no me veía ni me
hablaba. Era una comisaría de delitos especiales, o algo así, ya no recuerdo.
Pero no era una comisaría común. El comisario fue a buscar a mi hermana a plazas,
habló con pibitos no más grandes que ella que vivían en la calle y que la
conocían. Un testimonio atrás de otro, terminaron en Moreno, en la casa de uno
de estos chicos. La mamá les dijo que mi hermana y su hijo habían salido de
viaje, a Misiones, creía ella, aunque también podía ser Perú. Estábamos todos
increíblemente angustiados, hice llamadas inverosímiles a gente que no venía
hacía muchísimo tiempo y que cabía la posibilidad de que estuvieran viajando
por el norte. Me tomaron declaración, la computadora se colgó y hubo que hacer
todo de nuevo. Finalmente, mi hermana apareció unos días más tarde. Estaba en
el kilómetro 90 de la ruta 2, entró a una comisaría, dijo que tenía hambre y
que llamaran a mi mamá. La fueron a buscar el comisario que había tomado la
denuncia y otro policía. Cuando llegó, recordaba poco y nada de lo que había
pasado esa semana y dijo que estaba embarazada y que estaba feliz de ser mamá. No
estaba embarazada, tampoco se había contagiado HIV aunque por lo que supe
después, las circunstancias que había vivido habían sido muy riesgosas en ese y
en otros aspectos.
También llegó a escuchar voces. Ella sabía que no eran
reales y justamente por eso estaba tremendamente asustada. La primera vez que
la vi en un episodio de esos, tuve miedo y lástima, la vi empalidecer, empezar
a llorar, mirar hacia ningún lado y gritar que por favor se fueran, que por
favor se callaran, tirarse al piso, ponerse en posición fetal, agarrarse los
brazos, temblar, babear y seguir pidiendo que pararan. Esa fue la peor época y
yo decidí irme unos meses a la casa de mi mejor amiga. La enfermedad de mi
hermana nos estaba enfermando a todos. Me daba culpa dejar a mi mamá sola con
esa carga, pero yo realmente ya no podía más. Lloraba todo el día, tenía miedo,
no podía dormir. Me acostaba a las dos de la mañana, a las cuatro me despertaba
y ya no podía seguir durmiendo. Un mes después tenía la piel amarilla. Nevaba en
Buenos Aires y todo era tremendamente irreal.
El psiquiatra nuevo de mi hermana nos anunció que sus
problemas no e iban a ir. Que iba a estar enferma para siempre. En ese momento
me pareció una suerte de condena de muerte. Ella no podía vivir así, y nosotros
no podíamos vivir con ella así. Después, con el tiempo, pudimos ver que ese
para siempre era relativo. Es cierto que mi hermana tiene una personalidad muy
compleja. Pero también es cierto que mejoró. No terminó el secundario, pero
tiene su trabajo. Pasea y entrena perros, le va bien, es muy buena haciéndolo. Ser
su propia jefa le ha ahorrado el contacto humano más tensionante y la ha
ayudado a organizarse. Es cierto que siempre va a estar enferma, pero no
siempre va a estar en el fondo del pozo. Ahora hace ya dos años que no está
medicada y, salvo dos incidentes a principios del año pasado, bastante
tremendos pero aislados, sigue con su vida. Convivir con ella es complicado, no
es que no, pero es eso: una convivencia. Su vida es su vida, y nuestra vida es
nuestra vida. Podemos separar esas cuestiones.
Leer a Delphine es agotador. Saca los recuerdos que están
más enterrados. Me hace llorar de pena por nosotros, por mi familia, por todo
lo que hemos pasado. Me hace llorar el espejo que es su historia de la mía, con
qué ligereza contamos ciertas historias, como las hemos incorporado a nuestro
repertorio, como las dotamos de cierta comicidad a fuerza de repetirlas y
quitarles peso, hacerlas parte de la rutina. Cuestión de costumbre, diría la
tía de Delphine. Es necesario hacerlo para poder seguir viviendo.
Al final no estoy segura de si lo hemos hecho del todo bien.
No sé si está bien olvidar a conciencia las cosas más feas, las más graves. Al final,
una olvida para que después esas historias vuelvan en forma de libros, de
películas. Hay cuestiones no resultas que yo sé que están ahí, esperando su
turno para estallar un día u otro: cuando le entregaron el diploma a mi
hermano, que terminaba el secundario, casi me pongo a llorar de angustia solo
por ver la espalda de mi padre unas diez filas de asientos más adelante. Sé que
son cosas que están ahí, guardadas. Me doy cuenta cada vez que tengo pesadillas
y noto que todas transcurren en la casa donde vivíamos con mi papá. No puedo
ponerle nombre a esas memorias, no tienen forma, no están en el universo consciente.
Apenas asoman como concepto, como emoción, ante determinadas palabras,
imágenes, situaciones. Pero escribir aunque sea unas líneas sobre los últimos
ocho años es un paso, eso seguro.
1 comentario:
Te crucé algunas veces por la facultad y no imaginé esto. Sos una diosa! Admirable lo tuyo! :)
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